
Se
levanto de la cama y se dirigió a la ducha. Mientras el agua tibia se deslizaba
por su piel curtida por los años, no pudo evitar derramar un par de lágrimas
que fácilmente se fundieron con el líquido vital. Mientras se cepillaba el cabello frente al
espejo se dio cuenta de que no había parado de llorar, sus lágrimas caían como
perlas por sus mejillas y mojabas sus marchitos labios, su mirada acuosa tenía
un dejo de solemnidad muy acorde a la fecha que conmemoraba ese día.
Saco de
su armario una caja de regalo color rojo con moño dorado, la caja esta arrugada
y desteñida por el paso del tiempo, pero lo importante era que el contenido se
mantuviera intacto. De aquel lugar saco un vestido azul marino de seda, no pudo
evitar acariciar la tela y dejarse envolver con el recuerdo que le producía aquella
suave textura. Era increíble como un trozo de tela podría hacer que llegaran a
su mente tantos recuerdos como flashazos. Montones de sensaciones, aquel vals
bajo la lluvia; el primer beso bajo aquel sauce llorón; sus trayectos durante
el crepúsculo en aquel autobús número 28; las caminatas por la alameda tomada de su
cálida mano; aquel abrazo en el andén del tren.
Con
aquel vestido azul recorrió esas calles que ya hace tanto tiempo andaba en
solitario, en ocasiones cuando el viento soplaba podía sentir como su mano era
entrelazada como hace tanto tiempo antes por aquel a quien tanto anhelaba al
llegar la tarde. No podía evitar tener sentimientos encontrados, el vacio en su
pecho no se iba, pero la esperanza tampoco. Soñaba con el día en que pudiese
volver a ver esos ojos marrones juguetones, y sentir como esa sonrisa traviesa
que él le dedicaba le calentara el corazón.
Llegó a
su destino. Procuraba que aquel sitio siempre se distinguiera de las otros, tal
y como ella siempre lo considero diferente. No quería que se viera ese lugar
olvidado, porque ella no lo olvidaba. No podía borrar de su mente toda una vida
junto a él, apreciaba cada momento con él, las risas, las aventuras, los sueños
realizados, incluso las pelas de las que aprendían ambos más el uno del otro.
Ahora
él estaba en un lugar al que ella no podía ingresar, al menos no ahora. Aún no era
su tiempo. Ella se hincó de frente a él.
Beso un clavel rojo, tal como los que él le regalaba, y lo coloco sobre la
lapida blanca. “Feliz aniversario amor mío” dijó en un susurro que se llevo el
viento.